El siguiente texto, de la autoría de Marco Antonio Silva Barón, surge a partir de su ponencia del mismo nombre presentada el pasado 25 de septiembre en la mesa «Estudios de historia de la moda mexicana: colecciones, diseñadores y museos» realizada en el marco del Primer Coloquio de Moda, Historia y Arte, que se llevó acabo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.
Marco Antonio Silva Barón es licenciado en Historia del Arte por el Centro de Cultura Casa Lamm, realizó una maestría en Historia del Arte por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha trabajado en la curaduría y coordinación de exposiciones en distintos museos, además de contar con una amplia trayectoria como docente a nivel medio superior, como investigador y editor de catálogos y materiales relacionados con exposiciones.
El Museo Nacional de San Carlos abrió sus puertas en 1968, su colección tiene como génesis el acervo que la antigua academia del mismo nombre fue acumulando desde su apertura a finales del siglo XVIII.
Una importante cantidad de obras que se exhibían en las galerías académicas pasaron al Museo Nacional durante el siglo XX, y al concretarse el reordenamiento de colecciones y la erección de nuevos museos en los años sesenta, el patrimonio del nuevo museo de San Carlos quedó establecido. A la postre se vio enriquecido mediante múltiples donaciones y algunas adquisiciones.
Actualmente, el recinto alberga alrededor de 2000 piezas. El grueso de la colección se compone de estampas, tanto europeas como aquellas realizadas por alumnos y maestros de la Academia de San Carlos, También hay esculturas, moldes, libros, y mobiliario, aunque la parte conocida del acervo lo constituye la pinacoteca.
Desde buen comienzo, el estudio de la colección en comento se ha caracterizado por problemáticas muy particulares.
En primer término, la endémica falta y continuidad de especialistas en dicho acervo. Los departamentos de curaduría e investigación, como es habitual en los museos de la red del INBA, han tenido una rotación de personal que en términos generales ha tenido como resultado que, con los cambios administrativos, sucede el fenómeno de tabula rasa. Consecuentemente, los curadores o investigadores, salen del museo para siempre, y los conocimientos producto de sus pesquisas no vuelven a tener expresión ni en exposiciones ni en publicaciones. Así, los equipos entrantes deben comenzar prácticamente de cero hasta llegar a un cierto grado de especialización, que desaparece al repetirse la citada práctica dentro del quehacer museístico mexicano.
Otro problema de gran importancia para el estudio del acervo aquí discutido es la falta de documentación original sobre las piezas, y la imposibilidad de acceder a ella o rastrearla en archivos de origen en Europa. Para el quehacer histórico, es importante buscar lo que llamamos fuentes primarias, es decir, los contratos de factura de las piezas o documentos que den cuenta del devenir de los objetos tales como inventarios, testamentos y otros papeles que ayuden a interpretar la historia de las obras.
Ante la ausencia de tales componentes de historiación, la colección de San Carlos ha sido interpretada con las informaciones bastante incompletas que se tienen de casi toda ella. Por supuesto que hay excepciones, pero lo dicho anteriormente es un diagnóstico preciso. Los estudiosos de la obra aquí señalada han acudido corrientemente a la historia general del arte o la iconografía. Desafortunadamente, al día de hoy no se cuenta con un catálogo razonado de la colección.
Cabe mencionar que en los años setenta, el Instituto Nacional de Bellas Artes solicitó a la UNESCO la presencia de especialistas para corregir algunas atribuciones disparadas en la colección, para ratificar la autenticidad de otras y para sugerir líneas de investigación. Acaso el tema de la veracidad de algunas piezas sea uno de los temas más complicados para estudiar dicho patrimonio, empero, como no hay especialistas en la colección, el tema seguirá pendiente durante mucho tiempo. Inclusive connotados personajes de la prensa cultural o funcionarios públicos han cuestionado las atribuciones, aunque nunca proveyeron pruebas refutatorias o argumentos científicos para recomponerlas.
Como parte del equipo de curadores e investigadores del Museo de San Carlos, durante la década pasada tuve la idea de proponer cursos sobre el estudio de la moda y la indumentaria en la pintura, producto de estudios que realicé en el Programa de Estudios de Género de la UNAM, y que movieron mi interés hacia el tema referido. Así, la entonces directora María Fernanda Matos Moctezuma dio la instrucción de trabajar el tema para crear exposiciones.
El estudio de la moda e indumentaria entonces dio como resultado dos exhibiciones, por un lado, Modo, moda, mirada. El atuendo en el arte y en el cuerpo, en 2007, co curada por mí y posteriormente De peinados e individuos, inaugurada en 2010, pero que ulteriormente itineró en varias sedes. De la primera hubo felizmente una pequeña pero substancial publicación y de la segunda desgraciadamente pudo haber únicamente una hoja de sala de formato brochure. No obstante lo anterior, ambas experiencias me permitieron enriquecer el expediente de múltiples piezas del museo. Asimismo, me atrevo a decir que sendas muestras crearon tendencia en la red de museos de la Ciudad de México, lo que llevó a la realización de otras exposiciones de corte similar en años posteriores.
A continuación, expondré sucintamente dos obras de la colección aquí comentada, con el fin de comunicar las enseñanzas que quedaron de ellas por el estudio de la moda.
Para la interpretación del primer lienzo fueron de vital importancia los trabajos, Encyclopedia of Hair: A Cultural History, editado por Victoria Sherrow y que expone un buen racimo de conceptos multidisciplinarios para entender el fenómeno del cabello, y el indispensable número intitulado “Big Hair”, del journal académico Eighteenth-Century Studies, también multidisciplinario, publicado en 2004..
Para la segunda pintura, fueron vitales El cuerpo y la moda. Una visión sociológica, de Joanne Entwistle, A History of Men’s Fashion, obra de Farid Chenoune, The Three-Piece Suit and Modern Masculinity: England, 1550-1850, de David Kuchta y Manning the Next Millenium, editado por Sharyn Pearce y Vivenne Muller.
Todas estas publicaciones presentan los repertorios interpretativos más importantes para entender lo estudiado, los cuales provienen de la antropología, la historia de las mentalidades, la historia del arte y la sociología del arte, además de lo que a la postre se denominó estudios sobre la cultura visual o estudios culturales.
El peinado de la Marquesa de San Andrés como moda extrema
Agustín Esteve, alumno y cercano colaborador de Francisco de Goya, se dedicó a pintar retratos para personajes de la alta sociedad madrileña y a finales del siglo XVIII su nombradía era notable. Justo en esa época ejecutó La Marquesa de San Andrés, retrato en el que inmortalizó a María de la O Piscatori, esposa de dicho noble.
La pintura en cuestión obedece a los paradigmas compositivos heredados de la Francia de los luises. El estilismo de la marquesa nos lleva al último tercio del siglo XVIII. La moda cortesana era mucho más que una frivolidad, puesto que tenía una fuerte carga simbólica y un lenguaje propio que marcaba jerarquías. El artificio era un valor cuyo objetivo era doble: demostrar la dignidad y derivación divina de los privilegios reales y conseguir el placer. Las cortes occidentales adoptaron con entusiasmo la idea que su desenvolvimiento social debía sustentarse en un look sobrenatural, basado en indumentos impactantes, peinados disparados y maquillajes en blanco, todo para distinguirse de los estamentos sociales inferiores, que nunca debían poder emularles.
En tanto factura, destaca la ejecución preciosista, es decir el gusto y la atención en la minucia y el detalle, el cuidadoso esmero en las texturas de los paños así como el tratamiento de la mirada, que intentan proyectar a una marquesa apacible, pero noble, elegante y poderosa.
El retrato en cuestión es el testigo primordial del ensalzamiento del styling capilar. El cabello es al mismo tiempo una expresión personal, un código social y el soporte para una caprichosa obra de arte, como no se había visto antes de esa época y no se ha vuelto a ver después.
Las prácticas de arreglo personal en 1780, nos lleva a percatarnos que el corte y la estilización del pelo debían ser cuidadosamente meditados: el aspecto personal era la carta de presentación más determinante en el complejo entramado de las sociedades dieciochescas, totalmente imbuidas en la cultura del lujo y el mundo de las apariencias. La sofisticación en el atuendo y el arreglo son parte de una performance, en la que el “cabello social”, como lo llaman algunos antropólogos, debía estar listo y complejamente trabajado para establecer los roles de los individuos.
En efecto, la práctica del peinado es una performance[1] que se manifiesta en un punto donde convergen la expresión personal, la creatividad y la conformidad social.[2] El cabello y el fenómeno de su arreglo y estilización pertenecen también a dos categorías importantes: la naturaleza y la cultura. El cabello es uno de los componentes de la biología humana que no deja de crecer, y cuyo control está sujeto, de manera determinante por las prácticas culturales de un determinado momento histórico. El cabello puede ser cortado y modelado como ninguna otra parte del cuerpo.
El uso en el cabello suele marcar las características del paso de edades entre los miembros de la sociedad. Afirman Margaret K. Powell y Joseph Roach: “el cabello es un medio primario para demandar un lugar en el espacio social, en la ocasión de las primeras impresiones, y conforme sea más grande el cabello, más grande será esa exigencia.”[3]
Cabe recalcar que María Antonieta, Reina de Francia, era la principal modelo a seguir para el conjunto de los fashionistas tardodieciochescos, toda vez que su imagen era plasmada en pinturas, y de allí en grabados e ilustraciones, que daban a conocer sus gustos y las innovaciones que sus modistas y peinadores planeaban exclusivamente para ella. El artificio, elegancia y energía que se destinaron a las tendencias versallescas, devinieron en lo que se puede denominar moda extrema: El cuerpo, totalmente ausente y perdido tras varias capas de artificio, es el mero soporte de una performance de tela, pelos y alhajas, sobrenatural para los concomitantes, pero crecientemente visto como vulgarmente ostentoso y representativo de todo lo que estaba mal en la sociedad.
Volviendo a la Marquesa, la dama muestra un peinado piramidal, adornado con plumas de avestruz, cuentas y flores. Tal como acontece desde 1770, en el ámbito privado no se suele portar peluca, sino un sombrero o gorro, y en público, el cabello talqueado. La exposición pública sin arreglar, ya fuera en persona o en pintura equivalía a andar semi desnudo. Además, el cabello suelto, natural, expuesto al viento y el sol se consideraba propio de gentes de inferior categoría.
El retrato de la marquesa llega justo en el zenit del arreglo capilar. Los peinados, ya fuese con el cabello natural o en peluca alcanzaban el metro de alto y su volumen los hacía un desafío a la paciencia y la salud de las modelos.
Los peinadores no nada más necesitaban tiempo, también requerían herramientas diversas, como pequeños cojines para dar volumen al estilo, hilos de lana para atar las partes, pomada para endurecer los cabellos, además de talcos para armonizar el color tanto de maquillaje como de peinado. Una vez concluida la estructura y bien tensados los cabellos con las pomadas, se procedía a ornamentar con colguijos de todo tipo. El resultado final era espectacular, pero incómodo y pesado.
El concepto de higiene no surge sino hasta el siglo XIX, por lo que el glamur y la limpieza no iban de la mano. La pomada, que tal y como la etimología indica, era algo realizado a partir de manzanas molidas, atraía muchos insectos. El arreglo se mantenía durante mucho tiempo para aprovechar todo el esfuerzo realizado en él. No obstante, los estilistas recomendaban cubrir bien el peinado o la montura del mismo a la hora de dormir, puesto que la combinación del olor a frutos más los insectos enredados en la cabeza a lo largo de horas, días y semanas era muy atrayente de ratones, que podían internarse en el cabello para comer, con el subsecuente mal rato que hacían pasar a la dama. También existía el problema que en los tocados las cucarachas hacían acto de presencia, ya que allí encontraban una buena fuente de alimentación y refugio.
Después de un siglo de prominencia y de treinta de esplendor, los peinados se desploman, el siglo muere y con él las modas extremas. artificio del viejo régimen.
El retrato como cazador en tanto símbolo de una nueva masculinidad asertiva
La pintura de Thomas Lawrence, Retrato de hombre en traje de cazador presenta a un caballero inglés no identificado connotado en la indumentaria para dicha actividad. El autor se vale de los pardos para toda la composición, y pone el acento pictórico en el rojo de la camisa del protagonista. Las luces de la pieza recaen en la frente del modelo y en menor medida, en las manos. La composición es sucinta y va directo al tema: el caballero, que presumiblemente tenía en elevado concepto la actividad cinegética.
Al colapsar el Antiguo Régimen francés, también se vinieron abajo multiplicidad de paradigmas visuales, incluyendo el de la representación personal, toda vez que los atributos y signos que la realeza ostentaba orgullosa, devinieron en símbolos de decadencia y opresión.
En virtud de lo anterior, el atuendo inglés se convirtió en la referencia más inmediata de un traje masculino contenido, sencillo y relativamente sobrio. La indumentaria gala era para un cortesano, con el fin de lucir sofisticado, pomposo y como parte de la opulencia del séquito real. Los paños tenían como objetivo ser presumidos en palacio y en los jardines del rey.
En cambio, el conjunto británico obedecía a condiciones distintas. Las clases dominantes en Inglaterra no gravitaban alrededor de la corte, puesto que el sistema político parlamentario, heredero de la Revolución del siglo XVII, había hecho de los monarcas más bien un símbolo nacional y no los depositarios del poder efectivo. Por lo anterior, los señores británicos, en lugar de pasar tiempo en actividades cortesanas como bailes, recepciones o relajos varios, como sucedía en Versalles, atendían sus asuntos y realizaban actividades recreativas en, o cerca de sus propiedades, las cuales solían ser vastos conjuntos ubicados en la provincia rural.
La vestimenta del caballero de Albión debía ser de excelente factura, digna de su posición económica y social, pero con la suficiente resistencia y comodidad para soportar las condiciones de la campiña. No es de sorprender, por tanto, que el traje de jinete llegara a ser el prototipo de ropa para el varón británico.
El traje inglés funcionó como indumento sustitutorio de los vestuarios aristocráticos. El nuevo hombre posrevolucionario creía en la razón y la moderación, por tanto, abandonó cualquier tipo de frivolidad que indicase presunción o vanidad semejante a la femenina.
El hombre burgués se posicionó como depositario del progreso de la sociedad, considerando como características femeninas, y por tanto menores y contrarias a la razón, la coquetería y la extravagancia. De esta manera, asistimos a lo que distintos académicos llamaron la Gran renuncia masculina, período de la historia de la moda en la que los hombres dejan a la mujer, aparentemente, como única depositaria de la indumentaria como motivo de creatividad y expresividad subjetiva y opulenta.
Joanne Entwistle explica también que “el espíritu fraterno y democrático que arrasó Europa y Norteamérica hizo que la ropa masculina, que anteriormente había servido para enfatizar las diferencias, hiciera hincapié en la solidaridad y la uniformidad; y, en lugar de una complejidad exagerada, que antes había separado a los ricos de los pobres, tuvo lugar una creciente simplificación en el traje masculino.”[4] El caballero británico exportó su imagen al resto de Occidente, como prototipo visual, inclusive su tradicional rival, Francia, adoptó el modo de verse inglés.
El ajuar del nuevo hombre, racional y profundamente masculino también coincidió con la llegada a escena del prototipo del dandy británico: George Bryan Brummell (1778–1840), mejor conocido como “Beau” (bello) Brummell. Uno de los primeros personajes históricos que debió su fama y fortuna a la apariencia física y social de su personaje. El dandy puso punto final a cualquier indicio de androginia. Sus sastres se preocuparon en acentuar las partes físicas más evidentemente viriles, como los hombros, por su amplitud, y el pecho, que daba una larga línea recta.
El impacto e influencia de Beau Brumell pueden ser interpretados en relación al problema que desproblematizó: el interés del hombre acaudalado por la moda y su socialmente peligrosa o indeseada asociación con lo femenino.
Una de las críticas más severas al gusto por la moda, era que emasculaba, puesto que la vanidad era en principio característica femenina, y el afeminamiento estaba acompañado de otros lastres, como la falta de carácter y valor.
El afeminamiento, por pomposo, era un disvalor en tanto que era contraria a la frugalidad que proclamaban los reformadores protestantes. También significaba voluptuosidad, lo que se asocia con lo mujeril, y se opone a la posición ontológica de un hombre, esto es, su superioridad entre los seres, sustentado en lo viril y no lo femenino, entendido como inferior por antonomasia.
Tal y como se ve en el Retrato de hombre en traje de cazador, los caballeros dejaron de utilizar la melena larga y con cola. En su lugar, se cortaron la cabellera y buscaron un look más bien parecido al de las esculturas de la Antigüedad, que emulaba el cabello que volaba por el viento. En los circuitos de peluqueros el estilo recibió el nombre de Tito, que consistía en un ligero desgreñe de la melena, que además daba la sensación de libertad y juventud.
Conclusión
l estudio de la moda y la indumentaria permitió interpretar las piezas a la luz de un tema relevante para el siglo XXI, e hizo posible entenderlas de una manera más profunda. El cruce de diferentes disciplinas fue algo novedoso que benefició al público al proveerle de discursos museográficos no lineales y tampoco basados en la periodización tradicional de la historia del arte. Esto permitió a su vez penetrar en el conocimiento de obras, dar una salida a su comprensión cuando no se contaban con las herramientas deseadas para trabajarlas según la ortodoxia metodológica de la tradición.
El éxito en tanto visitantes acaso indicó que los públicos deseaban ver exposiciones de Old Masters interpretadas a la luz de intereses y preocupaciones contemporáneas, pero, a partir de lo que las imágenes mismas comunican, no rehaciendo el significado de las obras.
Los dos ejemplos anteriores, resumidos, sirven para demostrar el
potencial que tiene el estudio de la moda y la indumentaria en obras
figurativas. A falta de herramientas tradicionales, me permitieron generar
conocimiento directamente emanado de las imágenes. Hoy día, en el que de manera
regular se realizan exposiciones sobre moda, se hace explícito el profundo
interés que dicho estudio tiene entre los asistentes a museos. Ojalá que
curadores, investigadores y gestores del patrimonio se interesen más en las
posibilidades de conocimiento y creación de públicos que tiene lo anterior.
[1] Se entiende como performance la acción de representar un personaje o personalidad en la esfera social, o la presentación y exhibición pública de uno o varios roles construidos para el ámbito de lo público.
[2] Margaret K. Powell y Joseph Roach, “Big Hair”, en Eighteenth-Century Studies, vol. 38, no. 1, 2004 p. 83.
[3] Ibidem
[4] Joanne Entwistle, El cuerpo y la moda. Una visión sociológica, Madrid, Paidós, 2002., p. 189.